Octubre de 2013
Biblioteca Pública Piloto, Medellín

Proceso

Por Luis Fernando Valencia
Crítico y curador de arte


La obra pictórica de Julio Monsalve es abstracta. La abstracción es una modalidad artística cuyas formas y elementos visuales no remiten a la realidad del mundo visible. El trabajo se desvincula de la naturaleza dada y se torna autónomo, autosuficiente, y en lugar de imitar la realidad, a través de la semejanza de la obra con el modelo, produce un mundo-otro paralelo desmantelado de referencias figurativas. Estamos ante una espacialidad libre que concibe su propia energía dirigida directamente al espíritu, evitando cualquier atadura a situaciones narrativas. El espectador se deja llevar al universo que la obra le muestra, abandonando cualquier inquietud en busca de “¿a qué se parece?”.

Con relación a la historia del arte, lo abstracto se inicia con el cubismo, aproximadamente entre 1907 y 1914, adquiere relevancia con la geometría pura de Kasimir Malevich en 1911, y se instaura definitivamente con la obra de Kandinsky y su publicación en 1912 de “De lo espiritual en el arte”, donde considera a la abstracción como el medio adecuado para dirigirse al alma humana. Después se suceden movimientos como el orfismo y la Bauhaus, entre otros, para situarse como lenguaje hegemónico con el expresionismo abstracto norteamericano que comandaba Clement Greenberg y sus artistas protegidos: Pollock, de Kooning, Rothko, Kline. Cuando llega el pop art, lo abstracto pierde su posición de predominio, y la polémica entre abstracción y figuración ya no tiene sentido en el mundo plural posmoderno. 

La abstracción pictórica de Julio Monsalve no pretende revivir el abstraccionismo de esos años cincuenta. Su planteamiento es una actualización de los elementos visuales de lo abstracto al momento que vive el arte en esta segunda década de nuestro nuevo siglo. En general, la abstracción histórica está basada en una organización donde la forma soporta el color, es decir, el color se adhiere a la forma para lograr significación. En Monsalve ocurre todo lo contrario, el color no necesita de ninguna forma y se da a sí mismo su propia configuración emancipándose de una forma que lo soporte. Embarcarse en semejante aventura y concretar logros notables, como se evidencia en esta serie, despierta un particular interés que es necesario analizar.

Antes de la invención de la perspectiva en el renacimiento, los elementos visuales establecían una jerarquía basada en los diferentes tamaños. La abstracción del siglo XX hasta hoy anuló esos dos sistemas y omitió de un tajo una visión del mundo que consideró obsoleta. Se instaló en un conjunto de formas que soportaban el color, emitiendo un mundo paralelo al real. La importancia de la obra que nos ocupa consiste en darle al color una estructura independiente, que, al no estar ligada a la forma, logra un sistema expresivo completamente inédito en nuestro ámbito nacional.

Cuando el color se da a sí mismo su propia disposición, el riesgo es caer en un caos incontrolado que no alcanza a tener ningún nivel expresivo, es decir, no es ni pintura, ni nada. Sorprendentemente Monsalve alcanza en este trabajo una estructura espacial que lo respalda, un movimiento sincopado que no deja establecer un ritmo regular, y acentos nunca centrales que le exigen al ojo vagar por todo el cuadro. Como no hay referencias obvias a la realidad, el trabajo se va convirtiendo en signos nómadas, marcas zigzagueantes y trazos abiertos que levantan un mundo que marcha de lo efímero a lo imperecedero. 

Libre de cualquier asociación figurativa, la obra es una mixtura de componentes dramáticos e ingredientes líricos, donde lo que aparece es una efusiva ambigüedad. El color logra un continuo desplazamiento, y al no aliarse a la forma, ni formar contornos, aparece la fuerza de lo espontáneo mezclada con un torbellino de acciones que nos presentan la belleza fraccionada de una compleja gestualidad. Sí existe arbitrariedad, pero con el control suficiente para que la obra adquiera importancia y autonomía. Los colores aparecen suspendidos, solapándose uno a otros para crear una espacialidad que asombra por producirse con elementos no acoplados.

Lo que logra Julio Monsalve es un cuerpo plástico indeterminado y vacilante, que tiene su virtud precisamente en estos aspectos que para otros trabajos serían defectos. La tensión no está basada en un equilibrio que se logra, sino en un desequilibrio que se impone sin reticencias. El componente narrativo queda reemplazado por un vibrante entramado cromático de un movimiento fulgurante. La fuerza interna de la obra no queda estacionada en una distribución estática, sino que se lanza hacia el espectador que inicialmente la recibe con cautela, pero va descubriendo la libertad y poder visual que la obra trasmite.

Si observamos la obra Proceso 14 por ejemplo, un color negro central a la izquierda parece situarse en un lugar predominante, pero una mancha azul en lo alto del cuadro le arrebata su protagonismo y incita al ojo a recorrer toda la superficie del trabajo. El color se enciende con un rojo plasmado abajo a la derecha, pero se atenúa con un rojo apagado abajo a la izquierda. El cuadro está lleno de incidentes y ningún elemento alcanza una notoriedad total. A veces el movimiento horizontal y vertical produce una axialidad que retrocede, que se pierde, recordándonos que estamos en el reino de la intuición y las premoniciones, lejos ya de una racionalidad que se ha extinguido.

Julio Monsalve tiene una trayectoria que siempre ha permanecido fiel a un lenguaje abstracto, no se va por el camino trillado de lo sabido, y en cada obra deja ver la batalla campal que ha librado. Señalo, sin ninguna duda, la obra de Monsalve como un hito en el arte colombiano con una gran proyección en la corriente internacional.